Esta primera unidad la aprovecharemos para conocer a los hablantes de la lengua de signos catalana, ya que para aprender bien una lengua hay que conocer su cultura y su contexto.
Definir qué es una persona sorda puede resultar igual de complicado que definir qué es una persona oyente si no tenemos en cuenta aspectos como las vivencias personales, la edad, el sexo, la orientación sexual, el tipo de sordera, los métodos educativos que ha recibido y toda una serie de factores que configuran la identidad de cada persona de manera individual. Sin embargo, sí que podemos decir que todas comparten una experiencia común: la percepción visual del mundo que los rodea y las barreras de comunicación que sufren como consecuencia de su condición minoritaria respecto a la mayoría oyente.
Las barreras de comunicación a veces son entendidas desde diferentes perspectivas. La historia de las personas sordas ha estado muy condicionada por un enfoque médico-rehabilitador, sobre todo a la hora de educarlas. Este enfoque a menudo ha establecido que es la propia sordera lo que provoca que la persona sorda viva al margen de la sociedad, atrasada respecto a la mayoría; que es el motivo que impide el desarrollo cognitivo de aquellos que la sufren. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que este enfoque se centra principalmente en el déficit auditivo y resalta lo que la persona sorda no puede hacer por el hecho de no oír. Es, al fin y al cabo, un punto de vista que entiende la sordera como una patología y que deja de lado la extraordinaria capacidad de adaptación del ser humano ante cualquier circunstancia. Oliver Sacks, profesor de neurología clínica en el Albert Einstein College de Nueva York, escribió al respecto:
Samuel Johnson dijo una vez que la sordera es «una de las calamidades humanas más terribles»; la sordera, sin embargo, no es en sí misma ninguna calamidad. Una persona sorda puede ser culta y elocuente, puede casarse, viajar, tener una vida plena y fructífera, y no considerarse nunca, ni ser considerada, incapacitada ni anormal. Lo que resulta crucial (y precisamente eso es lo que varía muchísimo entre los diferentes países y culturas) es el conocimiento que tenemos de los sordos y nuestra actitud hacia ellos, la comprensión de sus necesidades (y facultades) específicas, el reconocimiento de sus derechos humanos fundamentales: el acceso sin restricciones a un idioma natural y propio, a la enseñanza, al trabajo, a la comunidad, a la cultura, a una existencia plena e integrada.
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